Sociedad
Son los Valores y no un plan económico lo que salvará a la Argentina
Por Gabriel Vazquez Amábile
3 de octubre, 2022
Como muchos argentinos, soy afecto a la conversación y escucho a menudo dos frases que resumen una sensación cotidiana: “la Argentina es inviable, hay que irse” y “la grieta no nos deja avanzar”. Nos sentimos atrapados en una crisis que no parece tener solución. Nos gana la desesperanza de que “la cosas no se arreglan, o van para peor”; y nos agobia el enfrentamiento cotidiano, alimentado por nuestros principales gobernantes, en medios y las redes sociales.
La buena noticia es que la historia nos muestra que, en momentos de fuertes crisis, el hombre también reacciona y las naciones, incluso la nuestra, han dado lugar a cambios importantes que desembocaron en periodos paz y prosperidad. Pero esto cambios no han sido al azar y es la cuestión planteada en el título de este artículo.
En cuestiones políticas, vivimos un clima de polarización extrema que dificulta la discusión profunda, aun entre gente muy racional y preparada. En el 2021, previo a las elecciones, en ronda de amigos, y conocidos, discutíamos la necesidad de apoyar dirigentes y nuevos candidatos, que empezaban a poner el acento en las cuestiones de fondo sobre la base los valores de nuestra constitución, aun siendo partidos nuevos y muy chicos, no importa aquí cuales.
Hubo efectivamente candidatos que centraron su campaña no sólo en la importancia de mecanismos de control serios contra la corrupción política y el gasto público, sino también las oportunidades, económicas y geopolíticas, que tiene la Argentina en un nuevo escenario internacional, como lo hicimos hace 120 años, con una doble mirada: de competencia hacia afuera y de desarrollo y crecimiento hacia adentro. Y en este plano, una mirada a fondo de la agenda 2030, y de la cuestión de la ideología de género, que se ha convertido en política de estado con un abultado presupuesto, y de consecuencias tremendas sobre el presente y futuro de la salud física y psíquica de muchos de nuestros jóvenes y niños.
En esas conversaciones, observaba que compartíamos el diagnóstico, pero no la solución. Algunos pensábamos que, si al menos en elecciones “no presidenciables” votáramos estas propuestas, los partidos mayoritarios se contagiarían al observar que sus votantes cambiaban su voto poniendo el acento en las cuestiones de fondo que debemos atender. Es más, personalmente apoyé a uno de esos “partidos chicos” (frente NOS -Unión por el Futuro), como candidato a concejal en el municipio de Tandil.
Sin embargo, la respuesta que recibía, aun de mis más cercanos amigos, era: “sabés que pasa?, lo tuyo está muy bien, pero es testimonial”. Lo importante es ganarles a “estos” o no dejar que ganen “los otros”. Y ya sabemos que contra el marketing no se puede competir. Hubo candidatos de los partidos mayoritarios que, en un intento por captar el voto joven, hicieron del “goce” y del “porro” su lema de campaña en CABA y provincia de Buenos Aires, y hoy son legisladores. Mi partido no pasó las PASO, valga el juego de palabras. Pero no es la derrota lo que me mueve a escribir este artículo. Eso es anecdótico. Una suerte de experimento, del que ya esperábamos el resultado.
En la elección 2021, los grandes partidos se llevaron la mayoría de los votos sobre la base del “cupo trans”, el goce y el porro, como si no hubiera nada mas relevante que atender. La campaña terminó y en 2022 la crisis se profundiza, la inflación alcanza niveles mayores al 2021 y sentimos que estamos más a la deriva que antes. Lo cual es lógico.
¿Por qué es lógico? ¿Cuál es nuestro talón de Aquiles? Me atrevo a responder, que nuestro principal problema reside en la rebeldía de haber decidido tirar por la ventana los valores fundacionales sobre la que se construyó la Nación Argentina. Valores sobre los que también se construyeron las democracias de otros países que hoy vemos como exitosos en el hemisferio norte.
Ya sé, ya sé… el lector estará pensando en la inmortal frase de Bill Clinton: “Es la Economía, estúpido”. Pero Bill está equivocado, y no lo digo yo, lo dice la historia de su propio país y, en este sentido, aportaré dos ejemplos más que quiero compartir.
¿Quién dice que los valores no son la base de los proyectos de acción política de un país? Cuando hablamos de “valores” no solamente debemos referirnos a la honestidad en el desempeño de la función pública, sino también a la implementación de políticas que no contradigan a los principios de nuestra constitución, como el derecho natural a la vida, el derecho de los padres a la educación de los hijos, la libre empresa, la libertad de culto, etc. Pero particularmente hoy, hemos descuidado a la responsabilidad, la idoneidad y la experiencia que se requieren para el ejercicio de cargos tanto públicos como privados, en especial cuando son cargos “representativos”, delegados por los electores por medio del voto. El voto es “un voto de confianza”, no lo olvidemos, tanto los electores como los elegidos.
A esta altura, alguno me dirá: “lo suyo es muy interesante, pero no lo veo posible, este país es inviable”. Esta es la frase del momento, la frase del derrotado diría yo. Por eso pido permiso para robarle al lector unos minutos más y demostrarle que ni estamos en un país inviable, ni en un callejón sin salida. Que además ya lo hemos resuelto antes, en el comienzo de nuestra historia. Pero tampoco seamos ingenuos, ya que las cosas no se resolverán solas. Porque, aunque tenemos abundantes recursos, no “somos un país rico” (es el trabajo lo que genera la riqueza), ni estamos “condenados al éxito”, otras dos frases de nuestro imaginario colectivo, inconsistentes con nuestra realidad.
Antes de seguir, recordemos que una nación es un conjunto de hombres que viven en un mismo territorio, bajo un mismo gobierno nacional y que comparten una historia, un ideario, que, en el caso de las naciones modernas, esta plasmado en una Constitución. Las grietas que surgen dentro de una nación, debido a ideologías o caudillismos, dificultan, por no decir impiden, no solamente la paz, sino también el crecimiento económico y el desarrollo. En muchos momentos de la historia estas grietas han llevado a guerra civiles tremendas (unitarios contra federales, guerra civil española, guerra de secesión en los EE. UU., y una infinita lista) e incluso a guerras mundiales.
¿Y cuál es la cura para este mal? El de la grieta, el de la guerra, quiero decir. Sin duda la pacificación. Y para esto es necesario poner ante todo los valores que garanticen la unidad y la paz, tales como el respeto, la solidaridad y la misericordia.
Veamos un ejemplo, tal vez poco conocido, como es el del surgimiento de la actual Unión Europea. En 1945, Europa estaba literalmente destruida por una guerra sin antecedentes. Sin embargo, en pocas décadas, esa Europa volvía a liderar el mundo en economía, ciencia y arte. ¿Cómo lo hicieron? Su reconstrucción se basó en el trabajo de cuatro hombres, hoy llamados los “padres de la Unión Europea”. Fueron estos cuatro: el alemán Konrad Adenauer, el italiano Alcide De Gasperi y los franceses, Robert Schuman y Jean Monett. Estos hombres fueron voceros de una generación que comprendía que Europa no podía repetir el horror de otra guerra y que su futuro debía basarse en un trabajo conjunto entre los países, en un camino de solidaridad y reconciliación. Como subraya el español Manuel Saez Alvarez, las ideas primigenias de la formación de una Europa unida nacieron de una visión cristiana de la misma, sobre todo por parte de Robert Schuman y Alcide De Gasperi (ambos en respectivos procesos de canonización y beatificación por la Iglesia Católica). Esta visión cristiana era compartida por Jean Monnet y Konrad Adenauer, líder del milagro económico alemán de la postguerra. Adenauer consideró de importancia la unidad de valores cristianos en la política de esta nueva Alemania, fundando la Democracia Cristiana, para unir a protestantes y católicos de su país en un proyecto común, con base en sólidos valores. Lo mismo hizo De Gasperi en Italia creando el mismo partido. Recomiendo al lector la lectura de la obra de estos hombres, y sobre todo en el contexto que lo hicieron. No hubo mayor grieta que una guerra de la dimensión de la segunda guerra mundial, ni mayor sensación de falta de futuro, en aquellos hombres que veían en ruinas un sinnúmero de ciudades de Europa. Sin embargo, fueron los valores de la reconciliación y la misericordia los que se priorizaron para un futuro de paz y desarrollo. Comenzaron creando la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA), entre Alemania, Francia e Italia, a la que se sumaron Holanda, Bélgica y Luxemburgo. La CECA tenía como objeto controlar en forma conjunta la materia prima principal para la fabricación de armas que pudieran dar lugar a otra guerra, pero además impulsar la generación de energía y maquinaria para la economía de esos países. Mucho después, en 1963, nació la Comunidad Económica Europea, pensada por Alcide de Gasperi, pero que no llegó a ver realizada en vida.
¿Y es posible esto en Argentina? Sin duda estos cambios fabulosos de la Europa de la segunda mitad del siglo XX, fueron impulsados por líderes que fueron auténticos hombres de estado, pero construyendo poder institucional y no “personalismo”, es decir poder sobre sus personas. Y esto último es una cuestión de fundamental importancia para nosotros.
Escuchamos muchas veces, “acá hace falta un líder”, y es cierto. Un líder que encarne la voluntad de una generación, como fue la Europa de la posguerra. Pero cuidado con los personalismos. En los países que han tenido democracias fuertes, existen los partidos con candidatos, y no candidatos que, con su nombre, se apropian de un partido. En Argentina, los partidos dejaron de ser tanques de pensamiento, o equipos de trabajo hace décadas, y han ido degenerando en trampolines para acceder al poder, de cualquier modo. Se han transformado en “apellidismos” (peronismo, menemismo, kirchnerismo, o macrismo), una suerte de caudillismos. Y el caudillismo, es la antítesis de la institucionalidad. Prioriza “las mesas chicas” de un grupo cercano al caudillo que no tardan en convertirse en privilegiados, una vez ungidos por su líder.
Y la “mesa chica” termina, tarde o temprano, en un “diario de Irigoyen”, donde el líder escucha lo que quiere escuchar, en lugar de lo que debe oír y analizar. Un país, en el siglo XXI, es demasiado complejo para que lo cambie una sola persona. Es tarea de muchos y demanda tiempo. Y en este punto la institucionalidad es la clave.
En las Instituciones, públicas o privadas, la vocación de servicio de los hombres que las integran son el motor que las impulsan, pero los valores sobre las que se fundan son el combustible que le dan la energía y su continuidad.
Las organizaciones o instituciones que han perdurado fueron sin duda fundadas por un líder, pero su organización posterior les permitió continuar renovando sus filas detrás de una visión y misión, realizando una labor fecunda. Porque su base no es el carisma de una persona, sino la vocación al servicio de una misión que cumplir, un aporte a la sociedad presente y futura.
Hay innumerables casos, incluso en Argentina. Permítanme dar ejemplos, que son del ámbito privado. El movimiento CREA con más de 60 años, fundado por Pablo Hary, pero nunca como caudillo sino como constructor de un proyecto para la sociedad. CREA tiene una estructura directiva rotativa, voluntaria y de decisiones por consenso y de alcance territorial, presente en 18 regiones, con una misma visión y misión. Otro ejemplo es ACDE (Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa) fundada por Enrique Shaw. Otro más actual es Conín, fundada por Abel Albino, quien la sigue alentando, pero no como caudillo, sino como tutor en los distintos centros Conín del país , que crecen detrás de un ideario y no de un caudillo. No podemos tampoco olvidarnos de la Fundación Favaloro.
¿Por qué pongo estos ejemplos? Porque son de la Argentina actual y porque para estos hombres, lo importante eran las metas, metas altas, no metas rápidas ni fáciles, como aporte al desarrollo de nuestro país. Lo importante era sumar voluntades y, con su esfuerzo, perpetuar ideas, proyectos y no perpetuarse ellos. Por eso existen AACREA, ACDE, Conin, Fundación Favaloro, y no el Harysmo, Shawismo, Albinismo o Favalorismo.
Para poder construir un futuro tenemos que estar dispuestos a poner nuestro trabajo al servicio de nuestra nación y no al servicio de nuestros egos o intereses particulares. El sentido de pertenencia a instituciones que se prestigian por la excelencia lograda a partir de haber perseguido las metas más altas en el horizonte, es fundamental. Las instituciones (partidos políticos, universidades, organismos estatales, asociaciones civiles, etc) dan el marco y los medios para que hombres y mujeres se realicen en la construcción de algo superior, de metas que transcienden en el espacio y en el tiempo.
Cuando hablamos de trascender, hablamos de lo eterno, de lo trascendente. En un contexto egoísta, y hostil a lo eterno, no tiene sentido alguno trabajar para los demás o para los que vendrán. Si la vida termina en este mundo, y debo entonces ser feliz aquí y ahora, no tiene sentido alguno sacrificar mi tiempo o mi trabajo para que otros sean felices. Tal vez no lo advertimos, pero año a año vamos siendo un poco más egoístas. Una sociedad que abraza el aborto y la eutanasia es una sociedad menos humana, que admite sacarse del medio a otro ser humano que le impide estar más cómodo. Queremos menos hijos, menos enfermos que atender, menos ancianos que sostener y menos pobres que educar y acompañar en su desarrollo. Sin darnos cuenta, empujamos nuestros hijos a que se vayan a otros países que han conquistado con su esfuerzo estándares de vida mejores, en lugar de lograrlo aquí, con nuestro esfuerzo. Tal vez sin darnos cuenta nos vamos alejando de aquella Argentina que trabajaba para las generaciones futuras y que lo hacia orgullosamente y con satisfacción.
Hoy, mirándonos a nosotros mismos, estamos insatisfechos. Me animo a decir, en palabras de San Juan Pablo II, que el sentido de la vida, la felicidad plena, se explica por la “Ley del don de Si mismo”. Decía Juan Pablo II: “Es un trágico error confundir la felicidad con el placer y la utilidad. ¿No es este trágico error la base de tanta desesperación y aburrimiento que a menudo podemos constatar en tantos espíritus juveniles?”. No olvidemos que lo dice alguien que vivo una vida difícil en Polonia, huérfano de padre y madre durante la segunda guerra mundial, y luego toda su vida bajo el comunismo, detrás de la cortina de hierro.
Las grandes naciones, las grandes instituciones, se construyen con un sinnúmero de hombres y mujeres excelentes que aportan con su trabajo a una meta común. Que no pueden hacerlo solos, sino en equipo, con conducta, responsabilidad y con idoneidad. Pero con el orgullo de pertenecer a esos proyectos comunes, incluso con cierta “épica”. Hoy en día se busca ser “referente “, o a un referente. Los referentes sólidos son las instituciones, no personas aisladas. El egocentrismo, compatible con este momento egoísta de la historia, no entiende que dar lo mejor en equipo aporta más que la búsqueda personal de la fama efímera. Hoy más efímera que nunca, en redes donde se es “tendencia” por 24 horas, o menos, para dar lugar a otra tendencia al día siguiente. Debemos recuperar la “épica” de construir la Argentina, para sumar a los jóvenes, nuestros hijos y nietos.
Esta cuestión es un tema de extrema urgencia en nuestro país, desde la formación de nuevos dirigentes y partidos políticos, hasta la educación en las aulas de nuestros niños y jóvenes, que podrán ser grandes jugadores en el equipo de la sociedad argentina, o bien referentes sueltos en un mundo con “followers”, pero sin metas.
Mencionábamos como ejemplo el caso del surgimiento de la Unión Europea, pero ahora miremos nuestra historia, de la que tenemos mucho que aprender. La Argentina, fue exitosa en un momento de su historia. Pero la Argentina no fue exitosa al azar. Primero, no se independizó por azar, sino que se conquistó sobre la sangre de hombres que murieron anónimamente, por un futuro en libertad para las próximas generaciones. No postergaron su heroica tarea por su bienestar, sino a la inversa. Sin personalismos, con una idea común, discutiendo opciones, pero priorizando lo que los unía, la libertad y la independencia, y no los detalles que los dividían. No había Belgranismo, ni Sanmartismo. Pero una vez libres, nos faltó institucionalidad y empezaron los caudillismos, que se llevaron casi 40 años hasta llegar a entender, ya por el absurdo de la sangre fraterna derramada, de que una constitución era necesaria.
Y realmente se escribió una constitución excelente, que es nuestro contrato social, y que invoca, tanto en su original de 1853 como en su reforma de 1994, “la protección de Dios como fuente de toda razón y justicia”. Y sobre ese contrato se empezó a construir en 1853 una nación que se puso la meta más alta de ese tiempo. Aquellos hombres, parados literalmente en un desierto de pastizales con una población de un millón y medio de habitantes y con un 15% de alfabetismo, dijeron que querían que esto fuera una nación próspera como las de Europa, que eran la suma de la cultura y progreso de la civilización occidental y cristiana de aquel tiempo.
No se fueron a vivir a Europa, sino que se pusieron al servicio para que algún día esto fuera una nación desarrollada y culta. Pusieron su foco en la educación, el trabajo y la ocupación del territorio siempre bajo una misma bandera y a la luz de la constitución. Abrieron las fronteras a millones de pobres que quisieran trabajar y educarse bajo nuestro cielo. Y los que bajaron de los barcos, junto a los que ya estaban aquí, cinco décadas más tarde pudieron ver una Argentina que era la quinta economía del mundo. Sin duda con muchas otras cuestiones por resolver en aquel momento, porque no todo es la economía.
Para esos hombres lo importante era trabajar para las futuras generaciones, para un futuro propio y de sus hijos y nietos. Esa argentina tenía hijos para quienes la vida tenía el “sentido de tarea”, “de camino”. Hoy centramos nuestra vida en la búsqueda del descanso y del bienestar, como si no hubiera ninguna tarea por realizar. Transformar, revertir esta larga crisis que nos impide ver el horizonte, es una tarea de una o más generaciones. Así fue en nuestro país en el pasado y en otros países también.
Lamentablemente, esa prosperidad pasada de la Argentina del centenario, gradualmente nos hizo olvidar los valores que la generaron y nuevamente estamos como Sarmiento, Avellaneda y tantos otros, parados en la barbarie, pero esta vez sin metas altas. Si queremos ser la nación más desarrollada, prospera, justa, libre, soberana y que brinde igualdad de oportunidades para nuestros hijos y nietos, debemos ponernos al servicio de estas metas.
Podrá separarse el Credo del Estado, pero no podemos separar la moral de la política, y la moral no existe sin Dios, como fuente de toda razón y justicia, como versa nuestro preámbulo. Por esta razón, también cuando juran nuestros funcionarios dicen:” Si así no lo hiciere, Dios y la Patria me lo demanden”. No sólo Argentina puso sus bases en esto, también la Unión Europea lo hizo a partir de 1946. No hablamos de un estado religioso o de un régimen teocrático, sino de democracias, como la nuestra, que han puesto la justicia como límite al poder de la autoridad política, y esa justica con base en valores absolutos, en Dios. Joseph Ratzinger ataca este tema en su libro “Verdad, Valores y Poder, Piedras de toque de toda sociedad Pluralista”.
No es casualidad que la decadencia amenace a nuestro país y a la misma Europa occidental actual, por negar y minar las bases sobre las que se construyó una cultura occidental y cristiana. Volver a poner en primer término los valores fundacionales, no es una cuestión “testimonial”, es la cuestión central para resurgir como la Nación que nos propusimos ser.
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