Hay semanas que no son solo un escándalo más, sino un punto de quiebre. Lo que pasó estos días alrededor de Claudio “Chiqui” Tapia no es un episodio aislado, sino la condensación de algo que el hincha viene sintiendo hace tiempo: que el fútbol argentino ya no se define solo en la cancha, y que la AFA dejó de ser árbitro para convertirse en parte interesada.

El primer gesto fue casi simbólico: Rosario Central consagrado “campeón del año” por una tabla anual que no existía en el reglamento original y un trofeo creado sobre la marcha, en una reunión de Comité Ejecutivo que multiplicó campeonatos posibles como si se repartieran acciones de una sociedad anónima. Central jugó bien, sumó puntos y podría haber ganado cualquier torneo que estuviera escrito de antemano. El problema no es el mérito deportivo, sino la ingeniería política: cuando el reglamento se acomoda después de los hechos, la sospecha deja de ser paranoia para volverse una reacción defensiva. El “campeón a dedo” no nace del resentimiento: nace de la idea, muy extendida, de que en esta AFA las formas importan menos que los acuerdos de despacho.

La respuesta de Estudiantes de La Plata a ese contexto fue un gesto mínimo, casi teatral: el pasillo de honor a Rosario Central, pero dado de espaldas. Cumplir la orden reglamentaria, pero resignificarla. Una escena que en otro fútbol hubiera quedado como una foto irónica para redes sociales terminó acá en un fallo disciplinario ejemplar: seis meses de suspensión para Juan Sebastián Verón como presidente, dos fechas para todos los jugadores que participaron del pasillo y multas para el club.

La desproporción es evidente. No se trató de violencia, ni de insultos a una hinchada rival, ni de agresión a un árbitro. Fue un gesto de desacuerdo frente a una decisión polémica. La AFA lo leyó como una afrenta intolerable y contestó con un castigo que tiene más de escarmiento político que de preservación del “fair play”. En el fondo, el mensaje es claro: podés equivocarte en el área, pero no podés desafiar al poder.

Mientras tanto, afuera del círculo de la Liga, el ascenso ofrecía su propia radiografía del sistema. La serie entre Deportivo Madryn y Deportivo Morón, por el segundo ascenso a Primera, terminó en batalla campal, represión policial y un fallo disciplinario con nueve suspendidos. Lo más inquietante no fue solo la violencia, sino lo que vino después: el presidente de Madryn, Ricardo Sastre, dejó una frase que recorrió el país como síntesis brutal de la época. “Obviamente con Tapia y Toviggino se nos hace más fácil”, dijo, en medio de una llave “absolutamente viciada de polémicas”, según describieron los propios medios del interior.

No hace falta que el presidente de un club firme una confesión judicial. Basta que se permita naturalizar, casi con picardía, que tener buena relación con el presidente de la AFA y con su tesorero abre puertas deportivas. Que el sistema se acepte así —con esa mezcla de guiño, pragmatismo y cinismo— dice más que cualquier boletín disciplinario.

Encima, cuando el clima de sospecha ya estaba encendido, llegó el informe del ministro Federico Sturzenegger: un estudio estadístico que sostiene que Barracas Central, el club históricamente ligado a Tapia y hoy presidido por su hijo, recibe 8% más fallos favorables y 28% menos fallos desfavorables que el promedio, con una ventaja de entre 9 y 18 puntos por torneo atribuible a decisiones arbitrales desde 2017. Javier Milei lo calificó de “demoledor”. El gobierno, que tiene su propia agenda y su propia pelea con Tapia por el modelo de clubes, encontró un blanco perfecto. Que el ataque venga de un poder político no lo hace automáticamente cierto, pero tampoco lo vuelve falso. Lo que incomoda es que el informe encaja demasiado bien con lo que muchos equipos vienen denunciando hace años.

Barracas Central, vale recordarlo, no es nuevo en esta película. Desde su ascenso, sus campañas estuvieron atravesadas por penales concedidos en momentos clave, goles mal anulados a rivales, áreas bajo lupa y designaciones arbitrales que hicieron ruido en casi todas las categorías donde jugó. Deportivo Riestra, otro club que aparece una y otra vez orbitando alrededor del poder, ya había protagonizado en 2017 la famosa “final de los cinco minutos” ante Comunicaciones: un ascenso definido en un tiempo agregado insólito, después de una invasión de campo, con áreas sospechosamente agrandadas y una batería de sanciones que, aun siendo duras, no evitaron la sensación de que el resultado deportivo había sido preservado a cualquier precio.

En este contexto, escuchar a Tapia defender al arbitraje argentino, decir que “no hay errores de un solo lado” y responsabilizar a periodistas, técnicos e hinchas por crear un clima de desconfianza suena, como mínimo, desconectado. Es cierto que el árbitro se equivoca y que el VAR no es una máquina infalible. Lo que se discute no es la existencia del error, sino su patrón. Cuando los fallos clave tienden a favorecer siempre a los mismos, cuando los clubes cercanos al poder acumulan beneficios dudosos y cuando las sanciones “ejemplares” caen sobre los que se animan a protestar, el problema ya no es técnico, sino político.

Deportivo Madryn, Barracas, Riestra, Rosario Central campeón por reglamento modificado, Estudiantes disciplinado por darse vuelta en un pasillo: la lista no es lineal, pero el dibujo se repite. Un fútbol donde la frontera entre competencia y gestión se vuelve borrosa; donde un tuit de Pablo Toviggino pesa más que un informe de una comisión independiente; donde la confianza no se construye con transparencia sino con alineamiento.

Conviene decirlo sin romanticismo ni nostalgia: el fútbol argentino nunca fue un jardín de transparencia. Bajo Grondona también hubo sospechas, arbitrajes discutidos y manejos oscuros. Pero lo que distingue a esta etapa es la sensación de impunidad explícita, de exhibición del poder sin siquiera la necesidad de disimularlo. Antes el pacto era tácito; ahora, un presidente de club puede admitir en cámara que “con Tapia y Toviggino se nos hace más fácil” y seguir adelante como si nada.

No se trata de idealizar a Verón ni de comulgar con el gobierno nacional. Ninguno de los actores que hoy se disputa el control del negocio del fútbol está libre de intereses. Pero reducir todo a una pelea Milei vs. Tapia es simplificar un problema más profundo: la AFA se volvió un organismo que decide campeones, ascensos, descensos y sanciones con una lógica que ya no parece responder a la búsqueda de justicia deportiva, sino a la conservación de un núcleo de poder.

El límite, como casi siempre, lo termina marcando el hincha. No en la mesa del Comité Ejecutivo, sino en esa sensación íntima que se instala cuando tu equipo pierde y no sabés si fue porque jugó mal o porque el partido venía torcido desde otro lado. Cuando una tabla, un fallo o una medalla nacen primero en un Excel de la AFA y después en el césped, la derrota deja de ser solo dolorosa: se hace sospechosa. Y un fútbol sospechado, permanentemente, se aleja de aquello que lo hace irresistible incluso en el caos: la ilusión, aunque sea ingenua, de que todavía algo depende de lo que pasa en la cancha.

Quizás el verdadero escándalo de esta semana no sea el invento de un título, ni el pasillo de espaldas, ni la batalla en Madryn, ni el informe “demoledor” del Gobierno. Lo grave es la normalidad con la que todo se acepta. El día que al hincha le dé lo mismo quién preside la AFA porque asuma que, gane quien gane, el partido está arreglado de antemano, ese día el problema ya no será Tapia, ni Toviggino, ni siquiera Barracas o Riestra. El problema será otro: habremos dejado de creer que el fútbol es, siquiera un poco, un juego limpio.