Hace 40 años, un pedido desesperado -y esperanzado al mismo tiempo- marcó su vida al punto de convertirlo en el hombre que hoy es y que vive al servicio de los demás.

Emociona conocer el trabajo del Padre Daniel en la parroquia San Roque de Isidro Casanova. Quien lo visite podrá verificar las dos dimensiones de su obra: los progresos en la construcción del templo y la social. Como pasa muchas veces en distritos con tantas necesidades como La Matanza, las tareas de los pastores de distintos credos articulan la fe con la asistencia, una que les permita a las personas más postergadas el camino de la promoción. 

Sorprende el ingenio para transformar materiales desechados en elementos de la iglesia. Del mismo modo que los obreros de las grandes catedrales, aprendió a encontrar satisfacción en los progresos de cada día. Se le nota el orgullo cuando muestra cómo incluso los componentes más emblemáticos de su religión, el altar, el sagrario o la pila bautismal son producto del rebusque. Donde hoy los bebés reciben el precepto inicial era una fuente de jardín rota, el altar que preside todas las celebraciones estaba quebrado, y el cofre -que guarda uno de los misterios más profundos del catolicismo- fue parte de una escenografía de TV. Sabe que  tal vez no sea él quien vea el final del esfuerzo. En 2021 se cumplieron los seis años que el obispo dispuso para este rol en esa parroquia que, para muchos vecinos, es una prolongación de las casas. 

Además de lo pastoral, tienen lugar ahí un centro cultural, un ropero solidario, talleres de huerta, grupos scouts y con otra iglesia vecina, la capilla San José, un comedor y merendero. 

La huerta impulsa un modelo que Daniel describe con pasión: la permacultura, un sistema productivo sustentable que sigue los ritmos medioambientales naturales sin forzar el ecosistema. Tanto es así que no matan ni a las hormigas. “Las desviamos y ya no vuelven a molestar”, explica mientras muestra los frutos de sus cultivos que crecen entre el pasto silvestre. Para él lo más importante es que el responsable del curso está cumpliendo al pie de la letra sus condiciones. “Tenía que prepararse, aprender. Lo hizo y ahora consiguió algunos trabajos por el barrio”. Mientras nos contaba esto, uno de sus voluntarios feligreses emparejaba el terreno tirando de un pesado bloque de cemento con un impecable Citroen 2CV que rugía por el esfuerzo.

Daniel abrazó la fe recién a los 19 años. Fue movilizado, como tantos muchachos de la promoción 63, por la Guerra de Malvinas. Un día, cuando se tiraron dentro de un pozo de zorro, un suboficial le preguntó si sabía rezar porque él quería y no podía. Daniel pudo ese día y desde entonces todos los demás.

Estuvo 50 días en ese agujero. Los forúnculos de su piel se hicieron uno con los calzoncillos largos que ya no pudo sacarse hasta la enfermería. Todavía arrastra un problema en la muñeca izquierda, congelada por la filtración de un guante. 

Como su puesto estaba en la cima de un cerro no podía comer el rancho de la tropa. “El guiso llegaba helado, con una capa intragable de grasa arriba”, cuenta. Un sargento le llevaba Chocolinas, una manzana y ginebra. Esa fue toda su dieta. Llegó de regreso a Palomar -escondido en un avión que tocó tierra a las dos de la madrugada- con 20 kilos menos. 

Sigue en contacto con sus compañeros del Ejército. Algunos lo ayudaron a construir el rosetón que baña de luz e introspección el interior del templo. Mientras tanto, siguen buscando ser reconocidos como veteranos, ya que el lugar que el destino le asignó para pelear esa guerra fue la provincia de Santa Cruz. Allí murieron 17 soldados. Quiere la medalla, la que le prometió a su padre que ya no está.  Cuando termina de contarlo, da unos pasos que nos demuestran que quiere cambiar de tema. Y nos lleva hasta un lugar donde proyecta una plaza, con juegos, para los chicos del barrio.